sábado, 29 de marzo de 2014

Política exterior europea y valores

El máximo denominador común es una instancia reduccionista. Lo estamos viendo en la política exterior de la Unión Europea, ya nos refiramos a los casos de Ucrania, de Venezuela o de Cuba.
En Ucrania, los sesudos jefes de Estado y de Gobierno de la Unión, reunidos el pasado fin de semana, decidían una especie de soft diplomacy consistente en lo que se está viniendo en denominar modulación de sanciones a Rusia después de su inaceptable anexión de Crimea. Lo que han resuelto más bien ha sido esperar y ver que Rusia no haga más que anexar Crimea (o, en su defecto, el resto del este de Ucrania o alguna población más en este de Europa). Y eso porque los alemanes importan energía rusa, los ingleses tienen inversiones rusas en la City, los franceses les venden armamento y los españoles les enajenan casas en Marbella. De poco vale que también Rusia dependa económicamente de la Unión Europea o que su régimen sea manifiestamente limitado en cuanto a su desarrollo democrático —por no decir que un remedo más o menos afortunado de su precedente soviético.
En Cuba —y en eso ya tiene España algo más que ver— van a intentar modificar la Posición Común sin haber realizado previamente un análisis respecto de las virtudes y defectos de la misma, con la idea de cerrar un acuerdo de cooperación con las autoridades de la isla, en tanto que —en especial, el gobierno español— cancela sus contactos con la disidencia cubana. Todo ello justificado por los intereses económicos europeo-españoles en la isla y sobre la base de una sedicente apertura del régimen cubano que ya los institutos de Derechos Humanos correspondientes vienen desmintiendo como falsos.
Y Venezuela se ahoga en el pozo de la mala gestión económica y la deriva dictatorial de un régimen. Leopoldo López está en la cárcel a la espera de no se sabe muy bien qué; María Corina Machado ha sido desposeída de su condición de diputada a través de una añagaza y en rotunda desviación de los preceptos constitucionales bolivaristas ideados por Chávez para reducir el ámbito de las libertades. Y ahí, la Unión, ante la falta de presión del gobierno español, parece constatar que el asunto no le afecta. Y su flujo comercial con Venezuela continuará cualquiera que sea la deriva de los acontecimientos.
El mundo está cambiando y nosotros no nos damos cuenta, como venía a decir la célebre canción de Bob Dylan. Los Estados Unidos cada vez miran más hacia el Pacífico y ya no quieren ser tan paraguas de nuestros intereses, desde que nuestro patio trasero no les afecta tanto una vez que van camino de la autosuficiencia energética. Hagan ustedes su política exterior, y militar y energética propia, nos vienen a decir. Pero nosotros seguimos acrecentando el abismo entre países acreedores y deudores, sumando desconfianza y limitando la solidaridad.
¿Adónde nos lleva todo esto? Más allá de la complacencia de quien se detiene en sumar los milímetros —o centímetros— de avance que las políticas europeas puedan tener, lo cierto es que, de modo diferente a la fábula de Esopo, la tortuga es siempre más lenta que la liebre, aunque el andar de aquella sea más concienzudo. Y si su caparazón es el del quelonio, llevando a cuestas las políticas diversas de 28 Estados miembros que deberían integrarse, poca posibilidad existirá de que nos hagamos un lugar en medio de este mundo en constante evolución.
No es solo el cómo sino el para qué. Porque no podría bastarnos una política exterior solamente basada en nuestros intereses. Europa ha conquistado con mucho esfuerzo de siglos una marca de respeto a los Derechos Humanos y a la solidaridad entre sus ciudadanos. Una marca que deberíamos intentar llevar a nuestra acción exterior. No sólo porque sea bueno que nos liguemos a los principios, sino porque los atajos de los intereses suelen servir de muy poco.
Quizás las elecciones del 25 de mayo permitan que este debate pueda ponerse sobre la mesa. Hay mucha gente, dentro y fuera de Europa, que espera este mensaje... Y otra política exterior.



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