lunes, 26 de febrero de 2018

Una parte del cielo... (Relato de un viaje, Palestina. Enero de 2018) Conclusión

Una valoración final

Hasta aquí he procurado relatar —de la manera más objetiva posible— el desarrollo de 8 días de estancia en esos antiguos lugares donde se entrecruzan el conflicto, la historia, las religiones... y las las gentes, que procuran adaptar su vida a unas condiciones que son muy diferentes para unos que para los otros.

He relatado lo que he visto. Y he visto una parte del conflicto; ni siquiera la más dura, la más triste, la que viven en Gaza sus ciudadanos atrapados por el bloqueo.

Pero no he hablado con ningún israelí (más allá del soldado de la organización Breaking the Silence, ni del diputado israelo-palestino con escaño en la Knesset). En todo caso no eran ellos nuestros anfitriones ni ese el objetivo de nuestro viaje.

Faltan por lo tanto al análisis de lo que ocurre en Palestina las opiniones de la otra parte, la israelí. Pero podría reconstruir, con la ayuda de mis conversaciones con los españoles que viven allí (periodistas, diplomáticos, cooperantes...) una cierta aproximación a la realidad.

Palestina vive una situación de ocupación por parte de Israel. Cisjordania se encuentra dividida en tres áreas, la primera —área A—, constituye el 18 % de su territorio, aunque de control palestino, recibe permanentes incursiones israelíes para el arresto de personas; el area B, supone el 21 % y está compartida entre palestinos e israelíes; el area C, de control israelí, se extiende en un 60 % del territorio, incluye a los asentamientos (unos 600 000 habitantes) y su zona de seguridad así como el Muro y zonas adyacentes. Esa división no está cerrada e Israel amplia permanentemente su política de asentamientos y sus zonas de seguridad colindantes.

Jerusalén, capital pretendida tanto por Israel como por Palestina, resultaría anexionada por este primer país como consecuencia de la Guerra de los 6 días de 1967.

Desde 2006, cuando los radicales de Hamas ganaron las elecciones, Israel abandonó la Franja de Gaza y la sometió a un bloqueo que persiste desde entonces y en el que también participa Egipto. Además de ello, debemos tomar en cuenta las diversas incursiones militares, como la de “plomo fundido” de 2008, la de “pilar defensivo” de 2012 o la de “margen protector” de 2014. Causarían la muerte de 2.300 gazatíes —el 70 % civiles— respecto de unos 70 muertos israelíes, de los que 5 eran civiles.

La Franja vive una situación desesperada, inhabitable para 2020, según la ONU, incluso antes de esta fecha.

Como potencia ocupante —y de acuerdo con la Cuarta Convención de Ginebra—, Israel tiene el deber de respetar los derechos familiares y las convicciones y prácticas religiosas de los habitantes. Pero también debe garantizar el suministro de víveres y medicinas, instalaciones y servicios médicos y hospitalarios a esa población (tarea que en lugar de asumirla la potencia ocupante está siendo gestionada por la cooperación internacional).

Cisjordanos y gazatíes viven alternativamente la ocupación o el bloqueo, pero no con eso acaban sus problemas. Los primeros padecen también de la administración corrupta de una gerontocracia cuya media de edad (según nuestros interlocutores universitarios) se sitúa en los 75 años. Una clase política instalada y subvencionada por la ayuda internacional, en buena parte para evitar una posible contaminación radical procedente de Hamás. Y estos últimos, los gazatíes, viven sometidos a una teocracia fundamentalista que produce en sus vidas un segundo asedio que sumar al israelí.

Doce años han pasado desde 2006, doce años sin elecciones y sin tener que afrontar la tensión democrática de la dación de cuentas a los electores y la renovación de sus mandatos. Gerontocracia y teocracia subsisten entonces sin que los ciudadanos palestinos puedan hacer oír su voz.

Dos son las soluciones que se apuntan al conflicto: la de los dos Estados con arreglo a las fronteras de 1967 -por la que no trabajan precisamente los israelíes- y la de un solo Estado con derechos iguales para todos sus ciudadanos (que tampoco gusta a éstos, dada la mayor población palestina y aún más si contáramos con el regreso de los exiliados, casi ocho millones de personas). Queda sólo la no-solución de un Estado, dos sistemas, que consolida la expansión del apartheid.

Y una pregunta surge de manera inevitable. ¿Quieren de verdad el acuerdo con Israel los dirigentes palestinos? No tengo ninguna duda de que lo pretenden, aunque también creo que para muchos de ellos ese posible pacto devendría en un problema. Inmediatamente tendrían todos ellos —cisjordanos y gazatíes— que devolver su capacidad de decisión a su pueblo y, muy posiblemente, emprender su camino de retirada para que el futuro de su país sea asumido por una nueva generación.

Entretanto sus proclamas -sinceras probablemente- suenan a una cacofonía no siempre convincente. A la manera de los propagandistas de otros tiempos, repiten una y mil veces un discurso -como ha quedado relatado en estas páginas- que puede sonar a hueco cuando no es capaz de sustentarse en una capacidad real de reacción. Y así, plantar cara a los Estados Unidos o exigir a la Unión Europea que actúe no dejan de ser sino actitudes que más que de valentía se nos podrían antojar de baladronada.

Y, sin embargo, el ocupante es Israel, que no cumple sus obligaciones de tal y persiste en su política de anexión de territorios y expulsión de sus habitantes; Trump está sesgado hacia esa parte del conflicto y lo agudiza al anunciar su decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel; el Cuarteto (EEUU, UE, Rusia y la ONU) no avanza propuestas operativas; la Unión Europea no es capaz de intervenir de una manera activa en la solución del conflicto, sus decisiones en el ámbito de la política exterior requieren de unanimidad y éste es un asunto que divide más que une a los Estados miembros.

Y como compensación ante la ausencia de iniciativa política, surge el paliativo de la ayuda humanitaria. No somos capaces de resolver el conflicto, pero siempre podremos lavar nuestra responsabilidad en los manantiales de la caridad.

Una suerte de maldición bíblica se cierne sobre esos territorios, reivindicados y ocupados por diversos Estados, pueblos y civilizaciones durante su larguísima historia. Una maldición de la que nadie sabe por dónde vendrá su cura.

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